El paso de Rubén Darío por Santiago y Valparaíso
Este fin de semana se cumplieron 100 años de la muerte de Rubén Darío, uno de los poetas fundamentales en la historia de América. El también poeta y escritor chileno Leonardo Sanhueza comparte acá dos extractos de su libro "El hijo del Presidente" que abordan su paso por Chile: en uno describe la llegada del escritor nicaragüense a nuestro país en 1886, y en el otro reconstruye su amistad con Pedro Balmaceda, hijo del mandatario José Manuel Balmaceda.
Rubén darío también vivió en argentina, españa y francia, entre otros países.
Al llegar a la Estación Central de Santiago, como sabía que alguien iría a recibirlo, se sentó en su maleta a esperar en el andén.
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Le daba pena recordar que hacía poco más de un año, después de salir de Nicaragua, cuando aún no pasaba de los dieciocho, había entrado en gloria y majestad a San Salvador. ¡Abran cancha! Hoy San Salvador, mañana ¡el mundo! Ah, ése sí era el Bardo de León. ¿Y ahora qué? Miraba con un ojo al penoso secretario del señor X y con el otro la maravillosa Alameda de las Delicias, sin atinar a más que a apretarse las manos entre las rodillas. Se echaba de menos a sí mismo, al gran Rubén que había sido aquel día triunfal en San Salvador, cuando en la estación el cochero de turno le había preguntado adónde lo llevaba, a qué hotel, y él había respondido sin demora, con su mentón de príncipe imberbe hacia las nubes: "¡Al mejor!".
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Pero su boca muda, momentáneamente acalambrada, lo había sentenciado a ese desgarbado paseo en el coche trepidante del secretario, paseo que, ante la fastuosidad arquitectónica de alrededor, se le antojaba un tour de condenado por París, sólo un lenitivo previo a las mazmorras.
De pronto el coche cambió de dirección, entraron por Ahumada y el ensueño de París se diluyó en la realidad. Se detuvieron frente a un hotel cuyo nombre, Ambos Mundos, ahora suena a chiste: según Hemingway, el hotel homónimo de La Habana era "un buen lugar para escribir".
Pero aún faltaba más. Al otro día, el secretario volvió a buscarlo y de nuevo se encargó de su maletita. "Nos vamos. ¿O ya creía que iba a quedarse a vivir aquí?". Era una pesadilla, la idea del leprosario no lo soltaba. Pero poco más allá, frente al diario La Época, el secretario dijo: "Llegamos". Rubén se sintió aliviado. Antes de ir al leprosario, conocería su nuevo trabajo, lo iban a presentar al director, al jefe de redacción, a sus futuros colegas. Se palmoteó el chaquecito sobre los hombros, para quitar cualquier pelusa inadvertida, y se acomodó el pelo con la mano. El secretario lo conducía con amabilidad, sin dejar de llevarle su maletita. Recorrieron un pasillo, subieron una escalera, dieron un rodeo por las galerías superiores, volvieron a la recepción. Rubén estaba perplejo, pensaba que llegar adonde el director era más sencillo.
-Mejor espéreme aquí -dijo el secretario, dejando la maletita junto al sillón de la entrada-. Este hombrecito no aparece por ninguna parte.
¡Hombrecito! Rubén pensó que referirse al director con esa palabra había sido un gesto cómplice del secretario, pero al cabo de unos minutos vio que era un hombrecito à la lettre, casi un enano: traía un manojo de llaves tan grande que parecía pesarle en su mano de oompa loompa.
-Tengan la bondad de acompañarme.
El secretario retomó la maletita y, juntos detrás del enano, rehicieron el recorrido, pero esta vez no regresaron a la recepción, sino que siguieron subiendo. El enano abrió la puerta de una buhardilla. No, allí no estaba el director: un cuarto cochambroso, postigos cerrados, unos muebles arrumbados en un rincón. Luego bajaron hasta el zócalo: otra puerta, otro cuarto semivacío y lúgubre. Dijo el oompa loompa:
-Eso es todo lo que tengo. Elijan.
Y el secretario miró a Rubén, con una sonrisa que lo hizo entender la verdad: por ahora, no le presentarían al director, ni a nadie, pero tampoco tendría que ir a un leprosario.
-La buhardilla está bien -dijo Rubén, tragando saliva.
(...)
Pero no tan rápido. Los intelectuales chilenos usaban el pelo corto, fumaban habanos Águilas Imperiales. Tenían veinte años, pero eran felices y su felicidad la derrochaban. Rubén solía sentirse una bestia rara en el zoológico, para bien o para mal: macaco risible, majestuoso pájaro lira. Los más benevolentes lo tenían por nostálgico de la vieja bohemia, aunque su aspecto y sus actitudes no fueran más que una serendipia extravagante del choque entre vino, juventud, pobreza y literatura.
Pese a todo, en aquel odioso parnaso opalescente no faltaron quienes quisieron a Rubén sin ironía, con amistad sincera, y después se fueron contagiando. Al cabo de unas semanas, ya era rutina salir por las noches con algunos de esos señoritos, los más valientes, e incluso algunos aceptaban continuar la zamba según el espíritu del nicaragüense. Pocos pero encendidos, iban con él hasta el último chinchel de la Chimba. Aunque ninguno todavía, ni ellos ni él, había leído Las flores del mal, todos seguían la sombra de Baudelaire por las calles infestadas de cólera. Al salir de la fiesta hacia esa noche llena de muerte, Rubén sentía escalofríos y se tapaba la boca con un pañuelo en el camino de regreso a su buhardilla, hasta que al fin tocaba las puertas de La Época, donde el oompa loompa le daba la bienvenida:
-¡Poeta!
Ya fuera por lo enano o por lo melindroso, le resultaba reverente y sarcástico por igual. Siempre ha sido así. Poeta: gran halago, gran insulto.
Pedro balmaceda, hijo del presidente josé manuel balmaceda y amigo de rubén darío.
Rubén Darío llevaba poco más de un mes en el país. Eran días duros. Tenía diecinueve años y los bolsillos muy tristes, pantalones ajustados de franela a cuadros, chaquecito teatral, camisa de cuello gastado, anticuada melena y zapatos tan aparatosos y problemáticos como sus enormes pies. Nada de eso parecía propio de un artista. Y ni hablar de su cara de indio cobrizo. El improbable prestigio que traía desde San Salvador (dentro de su modesta maleta de tela, junto a una maraña de calzoncillos y camisas, nadaban un par de cuadernos inéditos y un atado de artículos y poemas publicados por aquí y por allá) quedaba muy a trasmano de su precario presente. Rubén no sabía cómo eran los chilenos, cómo trataban a un extranjero moreno que no trae un peso y que se viste así, raro. Era una presa ideal entre caníbales. Aunque aprendía rápido (era su especialidad, detectar grietas y salientes, como un montañista que se agarra de donde puede para trepar el farellón), antes del ascenso debía tragarse un poco de hiel.
Alos pocos días, sin embargo, ya limpia y amoblada, la buhardilla se reveló muy ventajosa. Ya que iba a trabajar como repórter, no estaba nada de mal la cercanía entre sus aposentos y la redacción, pero además Rubén tenía buena estrella y su domicilio resultó ser además el centro de la intelectualidad chilena. Era un cenáculo en tránsito, una pasarela en la que todos los tipos interesantes pasaban de cuando en cuando.
Rubén no sabía cómo eran los chilenos, cómo trataban a un extranjero moreno que no trae un peso y que se viste así, raro. Era una presa ideal
entre caníbales.