Tras las tormentas y los terremotos en Chile sonríe la primavera. El océano de la costa central que hace unas noches bramó e invadió la tierra, hoy exhibe una calma chicha. Ni una ola riza la orilla en esta playa donde ellas suelen reventar formando tubos estrepitosos. El sol se pone en medio de un silencio que sólo quiebra el carcajearse de las gaviotas y los cormoranes. Las aguas se tiñen de un naranja que tira a rosado. El verde de los cerros que rodean esta pequeña bahía también se acentúa. Tan quieto está todo que ni siquiera sopla esa brisa que el cambio de temperatura levanta en los atardeceres.
Es una vista magnífica. Pero no hay que engañarse. Mirado a fondo todo paisaje -especialmente uno magnífico- revela ser la ruina geológica de algún cataclismo.
Las tormentas que trajo El Niño de este año reverdecieron las montañas de la Cordillera de la Costa. Sin embargo, para algunos de los árboles más viejos ese exceso de agua llegó tarde y en lugar de salvarlos los condenó. Las grandes tormentas ablandaron la tierra endurecida donde hundían sus raigambres. Entonces los vientos huracanados tumbaron con más facilidad a estos viejos colosos arbóreos. En otros casos, las ráfagas quebraron los pinos secos, partiéndolos por la mitad como gigantescas astillas.
Unas semanas después vino el terremoto. Privadas del soporte de esos árboles viejos algunas laderas cedieron un poco. Un gran ciprés, arrastrado hasta el borde de un barranco, cayó de bruces sobre la orilla del mar. Su copa se hundió en el agua mientras sus raíces desenterradas quedaron arriba en la ladera, parecidas a una mano retorcida intentando agarrarse del aire.
Ninguno de esos pequeños desastres le resta belleza a este paisaje. Por el contrario, estos restos dramáticos hacen más "sincera" -menos cursi- a esta postal de puesta de sol sobre el mar con montañas verdes en el trasfondo. Reconocer las incesantes destrucciones que se esconden tras una vista grandiosa produce una emoción compleja, cuyo nombre antiguo y hoy devaluado es "lo sublime".
Edmund Burke definió a lo sublime como un "horror delicioso". Un goce temeroso y reverente que nace del contraste entre la magnificencia del mundo natural y la comparativa insignificancia del ser humano. Los pintores paisajistas solían remarcar nuestra pequeñez adornando sus vistas sublimes con alguna ruina de una civilización desaparecida o pintando una nave zarandeada por una descomunal tempestad. El temporal, el terremoto y el tsunami hacen lo mismo tomando vidas y arruinando bienes.
Hoy la muerte personal se olvida en un culto frenético del presente. Y parece que tampoco creyéramos en la posibilidad de que nuestra civilización desaparezca. La marea humana se ha vuelto más grande que cualquier marejada, casi más grande que el propio planeta del cual desbordamos. Quizás por eso ya nadie pinta paisajes con una ruina. Y los Apocalipsis modernos en lugar de textos sagrados son entretenciones hollywoodenses, tan caras que su presupuesto bastaría para reconstruir una ciudad devastada.
Sólo la naturaleza se encarga todavía de recordarnos nuestro lugar. En sus incesantes transformaciones el suelo, el mar y el cielo a veces arrasan vidas y bienes. Pero la tierra se muestra ecuánime: para que evitemos creernos únicos protagonistas de esos grandes dramas, ella arruina también sus propias obras.
Un terremoto nos recuerda que los Andes son colosales escombros apilados hasta el cielo. Una tempestad delata que los bosques de esta verde primavera crecen entre cadáveres: los troncos blancos de los árboles que cayeron antes para que otros brotaran sobre su humus.
Ahora mismo tiembla. Otra réplica, una onda tardía del gran terremoto, sacude esta estrecha cornisa sobre el Pacífico a la que llamamos Chile. La placa de Nazca, esa bestia submarina que nos arruga la patria, levanta un poco más la tierra bajo nuestros pies. Sentimos y tememos su fuerza sublime. Pero sin sus incesantes destrucciones tampoco conoceríamos estas deslumbrantes bellezas.
POR CARLOS FRANZ*