Ha sido tan fuerte el impacto de la pandemia del covid-19 que no sólo ha provocado una enorme emergencia sanitaria en nuestro país y en el mundo entero, sino que también nos ha hecho replantearnos muchas cosas importantes de nuestra vida. Sin darnos cuenta llegó un huésped inesperado, invisible, oculto. Un pequeño virus nos ha puesto de rodillas y nos genera la angustia de sentirnos ante un enemigo que todavía no somos capaces de dominar o controlar.
Ante esta realidad, nos hemos tenido que organizar de otra forma: encerrarnos en nuestros hogares, usar mascarillas, mantener distancia de los demás, no saludarnos con contacto físico, todas medidas que nos separan físicamente los unos de los otros.
Lamentablemente, en los últimos días hemos visto sorprendentes reacciones de algunos que ponen en tela de juicio nuestra condición de personas que vivimos con otros. Tal es el caso de contagiados que no guardan la cuarentena, reacciones de estigmatización del personal sanitario, agresiones contra personas contagiadas o que pudieran estar contagiadas. En el fondo, aflora una concepción en la que el otro es una amenaza que puede traerme la enfermedad y de quien tengo que defenderme. Seguir ese camino, sin duda que nos llevaría al abismo como sociedad.
Sin embargo, hay otra forma de ver al otro. Se trata de reconocerlo como persona humana, con quien no sólo comparto el espacio en el que vivo, sino también un destino común como miembros de la misma comunidad vital. El otro es parte de mi vida y, por eso, lo que él viva, sufra o padezca es parte también de lo que yo vivo, sufro y padezco. No me es indiferente lo que experimente el otro; por el contrario, me siento comprometido con él, especialmente cuando sufre o está siendo afectado por algo que lo amenaza.
Esta mirada de ver al otro es la que tenía Jesús de Nazaret cuando cuenta la parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37). El otro no es un objeto del que me pueda desentender, sino que un prójimo al que puedo servir y ayudar. Esta ha sido la inspiración que nos ha iluminado como Arzobispado de Puerto Montt para levantar, junto al Ministerio de Desarrollo Social, una residencia para personas en situación de calle, porque, a fin de cuentas, nadie se salva solo.
Fernando Ramos Pérez, arzobispo de Puerto Montt