Calidad del debate público y político
Cuando alguien recibe una delegación de poder, nunca ha de olvidar que tiene que rendir cuentas por aquel. La política se desprestigia cuando sus representantes caen en la adjetivación. Quien pierde, al final, es la democracia.
En política, tan importante como el contenido son las formas. Cada una de las personas que deciden abrazar la política en sus más distintas vertientes, y sobre todo las que por el trabajo partidista y confianza de la gente asumen algún cargo popular, nunca habrán de perder de vista que sus palabras, silencios, acciones y omisiones están siendo auscultadas permanentemente por las personas, hacia las cuales se debe mediante el mecanismo de representación popular. Una pelea entre ciudadanos de a pie en la calle no concitará más atención que la de los vecinos y de quienes vayan circulando por allí a esa hora; pero una pelea en un hemiciclo parlamentario, por ejemplo, atraerá la mirada del conjunto de la opinión pública, la que no se apagará tan rápido como lo desearían sus arrepentidos protagonistas.
Si la política se ha desprestigiado en los últimos años no ha sido por culpa de quienes eligen a sus gobernantes, mal que mal, aquella es una delegación de poder. Gran parte de ese descrédito nace de sus propios protagonistas, para quienes la búsqueda del poder (algo esencial en la política, hay que admitirlo) se transforma en una guía única, exclusiva, a medida despreciando en público aquello que reiteradamente se valora en privado.
A nivel nacional y local se está haciendo costumbre que los políticos (algunos, no todos, claro está) olviden la necesaria rendición de cuentas del poder y aprovechen cualquier micrófono para ventilar su rabia y malestar ante la esencia del trabajo periodístico, que es la fiscalización precisamente de quienes detentan cuotas de poder o influencia, ninguna de las cuales, también conviene recordarlo, es infinita. Una vez desatada aquella rabia para satisfacer algún ansia personal, suele olvidarse, además, la dignidad del cargo. Se tiende a una adjetivación que no se merecen los rivales ni menos los "empleadores" (los electores), rebajando el nivel del debate y también la imagen del servicio que dirigen. Y en esa maraña de malestares, etiquetas y denuestos se olvida, convenientemente, lo central: la rendición de cuentas ante quienes le han otorgado un empleo temporal en el servicio público.