Puerto Montt, ¿ciudad del miedo?
Fuegos artificiales anuncian el arribo de las drogas que pueden ser adquiridas en determinados barrios; alrededor de 70 personas, en una veintena de autos, llegan de madrugada a una población, secuestran a dos personas y las trasladan a otro sitio; en un terminal de buses, varios sujetos armados secuestran a una persona a plena luz del día, la introducen en el maletero de un coche y huyen raudos; en los alrededores de ese mismo terminal de buses y ante decenas de observadores horrorizados, una mujer es apuñalada; hace pocos días, cinco personas, de madrugada, revientan el escaparate de una bencinera y roban diez millones; y para cerrar, una ola de robos contra quioscos de revistas, denunciaron nuestros queridos suplementeros haber sido víctimas.
¿México?, ¿Colombia?, ¿Centroamérica? No, todo eso ha ocurrido durante las últimas semanas aquí, en Puerto Montt, seguramente a pocas cuadras de donde usted está leyendo estas líneas. La población asaltada fue Pichi Pelluco y el lugar adonde llevaron a los secuestrados fue Chamiza, el terminal de buses es nuestro rodoviario en plena Costanera y los quioscos están en el centro mismo de la capital regional. Todo ocurre aquí, en Puerto Montt, y somos nosotros, los puertomontinos, las víctimas.
Se han escrito decenas de artículos, algunos serios y otros no tanto, intentando explicar la ola de violencia que afecta a nuestro país desde hace ya un par de años. Se acusa a los inmigrantes o se habla de "modas" inoculadas por la televisión. Pero lo cierto es que la razón es más profunda. Ya en 2013, en su Informe "El Problema de las Drogas en las Américas", la Secretaría General de la OEA (Organización de Estados Americanos) se planteaba la interrogante "¿por qué el problema de drogas genera diferentes situaciones de violencia entre nuestros países?", e ilustraba esta situación exponiendo la aparente paradoja de que los países de destino final del tráfico, como Estados Unidos, en donde necesariamente la actividad de las organizaciones criminales debía ser más amplia e intensa, pues allí se agrega más valor a las sustancias ilegales, eran también aquellos en donde se constataban menos situaciones de violencia asociadas a esa actividad criminal, en comparación con los países de tránsito de la droga (Colombia, Centroamérica, México).
El estado: clave
La respuesta de la OEA se resumía en esta conclusión: "existe una manifiesta diferencia entre la solidez del Estado en aquellos países que, en términos generales, pueden caracterizarse como de destino del tráfico internacional de drogas controladas y aquellos que, de manera igualmente general, pueden caracterizarse más bien como países de tránsito". Y agregaba, citando el Informe "Nuestra Democracia", elaborado conjuntamente por la propia OEA y el PNUD: "la falta de Estado es la que explica por qué poseemos la tasa de homicidios más alta del mundo, por qué el narco-crimen domina territorios e influye sobre las decisiones públicas, por qué hay amplias zonas de nuestros territorios que están fuera del alcance de la ley".
Ni Chile ni nuestra región han alcanzado aún la condición que describía la OEA hace casi una década, aunque debemos insistir en el adverbio: aún. Porque en todos esos países, la violencia comenzó como está comenzando o ya comenzó en nuestro país y en nuestra ciudad y, una vez que alcanzó ciertos grados de desarrollo, ya no fue posible detenerla. En tales casos el Estado sólo puede reconocer su impotencia y aceptar zonas y aun territorios enteros en donde es la violencia criminal -en algunos casos apenas maquillada de intencionalidad política- la que asume el control.
Y no estamos lejos de ello: el 23 de diciembre, a las 8:25 de la mañana, en el estacionamiento de un importante supermercado de la capital regional, un amigo y vecino fue apuntado con un arma de fuego por un joven que conducía un auto de alta gama. ¿La razón?: el agresor se sintió ofendido porque nuestro amigo le reclamó que obstaculizaba el tránsito. Y todo ocurrió en la víspera de Nochebuena, en nuestra ciudad y a las 8:25 de la mañana.
La única conclusión posible es que la violencia comienza a sustituir al diálogo como forma de relacionarnos y que esa actitud es posible porque los violentos ya no respetan ni temen a las instituciones. El Estado en pleno retroceso.
Tolerancia cero
No nos corresponde intentar aquí un análisis del fenómeno en todo nuestro país, pero tenemos la obligación de hacerlo con nuestra ciudad capital. Para ello bien vale hacer una comparación. En las décadas de los 70 y 80 la violencia criminal llegó a alcanzar tales grados en Nueva York que la otrora "ciudad de la alegría" terminó siendo conocida como "la ciudad del miedo". Fueron décadas en que las autoridades se mostraron impotentes y las organizaciones criminales llegaron a controlar buena parte de las actividades citadinas en un clima de extrema violencia.
En 1993 fue electo alcalde Rudolph Giuliani, que había sido fiscal del Distrito Sur de la ciudad. Giuliani adoptó entonces la política de "tolerancia cero", basada en la "teoría de las ventanas rotas" popularizada por los criminólogos James Wilson y George Kelling, quienes habían publicado un artículo con ese título en The Atlantic Monthly en 1982. En ese artículo podía leerse el siguiente ejemplo: "Consideren un edificio con unas pocas ventanas rotas. Si las ventanas no se reparan, los vándalos tenderán a romper unas cuantas ventanas más. Finalmente, quizás hasta irrumpan en el edificio, y si está abandonado, es posible que sea ocupado por ellos o que enciendan fuegos dentro".
Tolerancia cero significaba no permitir situación alguna que pudiera propiciar o derivar en otra peor. Recuperar todos los espacios públicos, no permitir una ventana rota, un sitio eriazo, ninguna calle sin alumbrado público que pudiera propiciar el acto vandálico, delictual o violento; pero también no dejar delito alguno sin reprimir de acuerdo con la ley, de modo que los delincuentes no creyeran que les estaba permitido, como ante un edificio con ventanas rotas, escalar en su actividad delictual al amparo de la impunidad. La política tuvo como efecto una reducción de los delitos en un 65% y de los homicidios dolosos en un 70%, fue imitada en muchas ciudades del mundo y obtuvo en 1996 el Premio de Innovaciones en el Gobierno que entrega la Universidad de Harvard.
Merced al éxito de su política, Giuliani llegó a convertirse en un paradigma del buen alcalde, lo que fortaleció con su actuación el mismo día 11 de septiembre de 2001 cuando, desde los escombros de las Torres Gemelas, arengó a sus conciudadanos y los llamó a reconstruir lo destruido para demostrar que el terrorismo no los derrotaría. A raíz de esa actuación comenzó a ser llamado "el alcalde de América" (América por los Estados Unidos), apodo que le endosó Oprah Winfrey y la revista Time lo designó "Persona del año".
Más tarde Giuliani tiraría por la borda todo el prestigio alcanzado al convertirse en un patético peón de Donald Trump, al grado que el año pasado, un tribunal de su ciudad le retiró la licencia para ejercer como abogado debido a las declaraciones "manifiestamente falsas y engañosas" con que, en su calidad de abogado del ex Presidente, intentó impugnar la derrota de su defendido en la elección presidencial de 2020. Este triste final, sin embargo, no anula el mérito de su política como alcalde en contra de la violencia y el delito, la que permitió que Nueva York dejara de ser "la ciudad del miedo".
No pretendemos comparar Puerto Montt con Nueva York ni a nuestro alcalde con Rudy Giuliani, pero sí proponer la idea que una política de prevención y contención del delito, nuestra propia "tolerancia cero", puede ser implementada en nuestra ciudad y que el momento de hacerlo es ahora. En septiembre pasado uno de nosotros publicó, en estas mismas páginas, un artículo que tituló "Puerto Montt, ciudad oscura y descuidada".
Han pasado meses y nuestra ciudad sigue oscura y está aún más descuidada, generando oportunidades para cometer cualquier fechoría debido a la insólita inacción de quienes tienen la obligación de preocuparse del bienestar de sus ciudadanos. Ese es el tipo de cosas que deben cambiar.
Rol de las autoridades
El Estado, en Puerto Montt, está representado por el gobernador regional, el delegado presidencial, las policías, la judicatura y la Fiscalía. Ellos son responsables ante nosotros, los ciudadanos, de no dejarse derrotar por la violencia, de no retroceder ante el delito y de implementar las soluciones que permitan prevenirlo y contenerlo, junto con la violencia, antes de que ellas se terminen de apoderar del escenario.
La municipalidad debe solucionar el problema, que es ya enorme, del alumbrado público. Debe cuidar y limpiar las calles, cercar terrenos eriazos, hacer, en suma, todo lo que se debe hacer como prevención territorial del delito. Debe, también, estimular a los vecinos de los diferentes barrios para que ellos desarrollen sus propios sistemas de prevención vecinal, apoyándolos materialmente toda vez que sea necesario.
Carabineros debe hacer un esfuerzo por mantener un programa de prevención presencial en toda la ciudad o, si ello no es materialmente posible, en los sectores que de acuerdo con evidencia se muestren como los de más probable incidencia de la acción delictual. Jueces y fiscales deben hacer un esfuerzo destinado a que la aplicación de la justicia sea rápida y justa, teniendo como norte que la oriente a las víctimas y su reparación.
Idealmente todos los representantes del Estado en el ámbito de la seguridad deberían coordinarse, ojalá articulados por el alcalde, que es la autoridad más cercana a los problemas de la ciudad, para desarrollar un Programa de Seguridad Pública con la participación de toda la ciudadanía; un programa que sea conocido por todos los ciudadanos, de modo que podamos exigir cuentas de su cumplimiento.
Nada de eso es demasiado complicado y todo eso se debería hacer, antes que el delito y la violencia nos ganen la mano y se apoderen de nuestra hermosa y todavía próspera ciudad.
Así, no tendremos que decir en el futuro que Puerto Montt es otra "ciudad del miedo".