El año en que vivimos en peligro
¿Se acuerdan de El año que vivimos en peligro? Una película de 1982 del director australiano Peter Weir, en la que actuaron Mel Gibson, Sigourney Weaver y Linda Hunt. Esta última ganó el Oscar a la mejor actriz secundaria por su papel.
Una muy buena película por la calidad de las interpretaciones y por el tema: se sitúa en 1965, en Indonesia, durante los meses que precedieron a la masacre de alrededor de un millón de militantes o supuestos simpatizantes del Partido Comunista por el régimen de Sukarno. Debido a su contenido, la película recién se pudo estrenar en Indonesia el año 2000, luego de la caída del régimen del general Suharto que sustituyó a Sukarno.
El título es perfectamente adecuado ("The year of living dangerously", en inglés). Porque para los indonesios y para los periodistas extranjeros en Indonesia (los personajes de la película), sin duda fue un año en que vivieron en peligro. Eso es algo que ocurre cuando un conjunto de circunstancias confluye para crear un riesgo mortal para una persona, un grupo de personas o un país completo como ocurrió en Indonesia en 1965… o como nos ocurrió a nosotros el año pasado, el año en que también vivimos en peligro.
Mañana se cumplirá un año del día en que las chilenas y chilenos decidimos rechazar el proyecto de Constitución elaborado por la Convención Constituyente y es posible que, luego de un año, muchos ya hayan olvidado el gran riesgo que corrimos.
Para quienes no lo recuerden, basta con decir que de no haber sido rechazado ese texto, nuestro país, hoy, sería completamente diferente, o estaría en camino de ello. Lo que rechazamos ese 4 de septiembre no fue sólo la extravagancia y las payasadas de buena parte de las personas que fueron electas para redactar el proyecto, sino que, y principalmente, el estrafalario texto que ellos elaboraron.
De las extravagancias de los convencionales ya se ha dicho todo: un conjunto de personas que no vacilaban en concurrir a esa tarea vestidos con los más ridículos disfraces (allí se juntaban "la tía Pikachu", "Dino" el dinosaurio) y un falso enfermo cubierto de vendas y arrastrando sondas; también convencionales que se expresaban cantando payas o que decidían cantar una nueva versión del himno nacional inventada por ellos o convencionales que en el momento de votar telemáticamente anunciaban que se estaban duchando.
Seducir
En condiciones normales esas personas no habrían sido un peligro para nadie y habrían pasado sin pena ni gloria, en silencio, por el patio trasero de nuestra historia. Pero ocurrió que en un momento de debilidad institucional, dirigentes políticos y parlamentarios que se dejaron seducir por el griterío y la violencia desatada en las calles por minorías que encontraban en esa violencia una manera de desahogar su resentimiento social y legislaron para permitir que esa misma minoría fuese la encargada de elaborar nuestra Carta Magna, la ley de las leyes. Y junto con ellos llegaron a la Convención Constitucional representantes de las minorías identitarias más extremas. En las salas en las que el texto era redactado se encontraron el ecologismo salvaje con el feminismo radical, un indigenismo autonomista que no encuentra eco en la población chilena de pueblos originarios con defensores intransigentes de todas las diversidades sexuales imaginables. Y, por supuesto, los enemigos de las empresas privadas y los adoradores del estatismo más extremo.
Nada bueno podía salir de allí y nada bueno salió. En alegre algarabía, esa abigarrada mezcla de redactores elaboró un texto que pulverizaba al país en un sin número de entidades autónomas: comunidades, territorios, municipios y regiones, unas autónomas de otras y todas autónomas del Estado central; cada una de ellas convertida en un pequeño país dentro de otro que es Chile. Vale decir, se tiraba por la borda el concepto de que Chile es un país unitario, pero descentralizado.
Por lo menos doce sistemas judiciales diferentes: uno para cada pueblo originario reconocido (algunos que actualmente no existen y ninguno de ellos había tenido, nunca, un sistema legal formal) y otro para nosotros, el resto de los chilenos. De la misma forma, estaba presente el concepto de Plurinacionalidad, que era casi la viga maestra de ese texto, entre otras causas, rompía definitivamente el sentimiento de nación chilena.
Ese texto consagraba además las Autonomías Territoriales Indígenas. ¿Quienes concurrieron a sufragar ese 4 de septiembre habrán recordado situaciones como lo ocurrido en Temucuicui con la fallida visita de una ministra del Interior?
Se eliminaba el Senado, la cámara que establece el equilibrio legislativo con la Cámara de Diputados y, en consecuencia, esta última se transformaba en una entidad sin contrapeso. En definitiva, se creaba un sistema político que debilitaba nuestra democracia. Se eliminaban derechos de propiedad que son básicos para la seguridad económica, sobre todo en nuestras regiones del sur como es el caso del agua. Y para todos los habitantes de nuestro país se dejaba en la más completa incertidumbre a los titulares de cuentas de capitalización individual del sistema de seguridad social sobre la propiedad de sus ahorros.
La lista es larga y no viene al caso repetirla por completo, lo que importa es que, en ese año que vivimos en peligro, dos terceras partes de las chilenas y chilenos pudimos advertir a tiempo tal peligro y rechazamos esa locura. Lo que sí viene al caso preguntarse justo hoy día, en la antesala de un nuevo 4 de septiembre, es:
¿Se pueden imaginar ustedes en qué país viviríamos en este momento de haberse aprobado ese proyecto?
Actualmente estamos viviendo un clima político muy crispado, de mucha tensión y descalificación. Entonces vale la pena formular una nueva pregunta: ¿De haberse aprobado ese texto radical, como sería la convivencia entre los chilenos y chilenas?
Afortunadamente para Chile, lo que primó ese 4 de septiembre, fue el sentido común.