Veo unos muros de cemento dentro de los cuales habitan mis compatriotas. Están ensimismados con las grandes urbes y la capital. No hay en aquella zona gris la alegría de antaño ni la fe en el mañana, sino una atmósfera densa, pesada. Pero no es huyendo de esta realidad como la superaremos, sino penetrándola valerosamente, para luego intentar cambiar su manifiesto derrotero. Por ahora, no hay más camino que cruzar la patria, llegar hasta sus confines, como a los extremos de nosotros mismos. Después, allá lejos, sobre las llanuras verdes y los bosques milenarios, puede que encontremos un oasis.
El paisaje del sur del mundo ofrece una realidad física, pero también moral. Quienquiera que viaje por el sur sentirá que sus peligros no son físicos, sino morales (relacionados con su posible destrucción). El bosque acá no es tropical, infestado de reptiles venenosos, animales feroces, pantanos y lianas podridas. Hay sólo la vegetación solitaria, el paisaje extático, la cumbre inmensa y de belleza evocadora. Sólo lluvia -sinónimo de fertilidad-, y aire sutil, límpido, benefactor. La tierra, por lo general, es caminos, pavimento; aquí, en el sur, es final. Todo se acaba, se llega al fin del mundo material, pero también todo comienza: amanece una nueva oportunidad.
La lluvia cae. El agua crece, circula, se inmoviliza. La nieve se extiende sobre las cumbres. El peligro está en el agua, símbolo del inconsciente y de los terrores más profundos de la psiquis humana; y también la salvación. En los verdes campos, patria de un espíritu cristalino, surgirá esa raza chilena del futuro, en mancomunión con el paisaje, con su valor moral y productivo. En las grandes ciudades de cemento y polución, los humanos carecen actualmente de la educación necesaria para comprender, para adaptarse al entorno. Sus organismos psíquicos, obstaculizados por la imposición de un espíritu ajeno, foráneo, no son aptos para sobrevivir. Sólo aclimatándose a los aires sureños y extremos, donde se respira una pureza que no existe en otros lugares, podrán adquirir las condiciones para crecer y prosperar.
Las tierras postreras de la patria, surcadas por altas cumbres y llanuras boscosas, con peñascos laminados por la lengua blanca de los hielos, son, sin embargo, una zona viva como ninguna. Acá está también el espíritu de los pueblos que antiguamente la habitaron y le entregaron de sí lo más grande que es posible dar; un sentido, un alma, una leyenda que se incrustó hasta el fondo de su íntima realidad y le confirió consistencia y vida al más escondido de sus senderos y de sus accidentes geográficos. Ahora, las actuales generaciones están conscientes de estos valores, y luchan por rescatarlos para que en nuestro territorio austral continúe floreciendo una vida auténtica, alejada de los estragos y violencia que se observan más al norte. El fin ulterior deberá tener como meta, intentar ser autárquicos.