Desde Puerto Montt se divisa y presiente la maravillosa Patagonia occidental. Siempre he pensado que ésta fue una zona marcada por un signo distinto, pues en el pasado fueron los aventureros y los héroes quienes se atrevieron a internarse en su misterio, ya que no existía un incentivo económico esperándolos al final de los bosques y los lagos inmensos, cuyos ojos aún miran hacia la magnificencia del paisaje. Las montañas, que caen abruptamente hacia el mar, de seguro encierran otros tesoros que sólo unos pocos quisieron buscar; una ciudad mítica, y las fuerzas enigmáticas que se esconden en las hondonadas cordilleranas de los territorios postreros.
Hoy, en cambio, esta cosmovisión nos puede parecer lejana, quizás extraña. Pero no para aquellos que siguen buscando los conocimientos perdidos hace siglos y milenios, en la inmensidad del tiempo. La Carretera Austral es un buen lugar para retomar este camino. Es una ruta que conduce hacia la modernidad y el progreso, penetrando por territorios que antes eran inaccesibles; más, también permite alejarse de esta realidad de confuso desarrollo, y virar hacia senderos polvorientos que se van adentrando en mundos remotos, poblados por gente sabia, de vida pausada.
Antes de llegar a este sur de esfuerzo y encanto -donde crecieron tres hijas tocadas por un halo de hermosura-, tuve la fortuna de haber nacido en ese Santiago que era apacible, que permitía respirar aires puros y con aroma de ciudad pequeña, provinciana, sencilla. Eran otros tiempos, sin duda, donde la vida transcurría a ritmo pausado y no se había dejado caer sobre nosotros el frío e impersonal realismo de la tecnología digital.
Todos tenemos parientes que ya se fueron y que viven en nuestros pensamientos, que nos acompañan día y noche. Sus fotos nos traen recuerdos de un pasado que siempre parece haber sido mejor. Ese Chile tranquilo, amable, que conocí seis décadas atrás; el mundo de mi madre, Carmen Rosselot, o de mis abuelos maternos, cuyas imágenes borrosas del siglo pasado hablan de un país quizás más pobre, pero orgulloso de lo que había logrado. Fueron años de formación junto a esos seres queridos.
Mi padre, mientras tanto, viajaba por lugares visibles, reales, e intangibles también. Su búsqueda lo llevó hasta los hielos antárticos, y más tarde a la India donde permaneció por una década como embajador. Así, cuando yo estuve preparado, él apareció con una energía distinta, y llevó a la familia a vivir en esa nación milenaria. A partir de aquella instancia, todo sería diferente. Comenzaba para una nueva existencia, colmada de aventuras y experiencias singulares. Un mundo diferente, misterioso por su cultura tan diversa, y profundamente religioso. Con el transcurso de los años, estas vivencias fueron creando en mí una consciencia sobre lo desconocido y los asuntos del espíritu, que deberían estar presentes entre nosotros y que frecuentemente olvidamos.