os nervios. El presidente, quien no toleraba los conflictos entre compañeros de equipo, se disgustó y dio por zanjada la discusión. De la nada, se puso en pie, y antes de retirarse, dio a entender que la única alternativa era comerse el sapo y anunciar el alza:
-Ministra, que el anuncio lo haga el panel. Es su decisión, no la nuestra. Que ellos se hagan responsables. Mantengamos este tema lejos de La Moneda.
La reunión se dio por finalizada cuando el presidente cerró la puerta que conectaba el comedor con su despacho. Rodrigo Cerda y su equipo se fueron, y Gloria permaneció sentada por unos instantes, mirando el imponente cuadro que colgaba en una de las murallas. Era un mar picado, con oleajes furiosos en un día nublado. Parecía un resumen gráfico de la reunión que había finalizado. Solo cuando los garzones se dispusieron a retirar la mesa, ella atinó a abandonar el comedor con el déficit bajo el brazo. Se trasladó cabizbaja hacia el Salón Rojo, sacó el teléfono de su cartera e informó al Panel que no había plata y que el alza, en su totalidad, debía seguir su curso y ser dada a conocer a la ciudadanía. Hecha la gestión, se puso un colorido pañuelo y le pidió a su conductor que la trasladara al hospital. El 4 de octubre, cuando el Panel de Expertos anunció el incremento, los canales de televisión salieron a recoger la opinión de los usuarios, la que podría sintetizarse en la declaración que dio un señor de bigotes a TVN: "Basta de abusos, los pobres somos los que pagamos". La cobertura tenía al presidente de pésimo humor y no perdía oportunidad de hacerme ver su descontento. "¡Haga algo, Selume, hable con los canales! ¿Acaso esperan encontrar a alguien feliz por pagar más? Eso nunca se ha visto". A pesar de los insistentes llamados, resultó imposible atenuar la cobertura negativa que tuvo el alza de treinta pesos. La noticia generaba tracción, y eso es algo a lo que ningún editor iba a renunciar. A pesar de tratarse del alza número dieciocho en los últimos once años, los reporteros ponían el acento en un titular más atractivo, pero a la vez explosivo: "La mayor alza del transporte público en una década". Las reacciones en las redes sociales subieron como la espuma, transformando a la opinión pública en un hervidero digital donde se cocinaba a todo vapor al Gobierno. La temperatura sobrepasó el espacio virtual y se hizo presente en las calles de la ciudad. Bajo el lema de "Evadir, no pagar, otra forma de luchar" comenzaron las evasiones masivas en las estaciones del Metro de Santiago. Ese hito marcó el traspaso desde la consigna hacia la acción concertada. El punto de no retorno. Los primeros en movilizarse fueron los estudiantes del Instituto Nacional. El emblemático establecimiento era ahora controlado por una banda de estudiantes con overoles blancos que habían dejado la biblioteca por la calle y el lápiz por la molotov. Las protestas se extendieron desde las inmediaciones del liceo hacia las estaciones de metro. Una avalancha humana de estudiantes enfrentó a los guardias de seguridad, quienes, desprovistos y atemorizados, fueron sobrepasados por la marea de revoltosos y ruidosos adolescentes. Cuando los alumnos del Instituto viralizaron sus acciones, plagadas de vítores y festejos, se generó un auténtico efecto dominó vía redes sociales. Otros colegios, en otras comunas de la capital, replicaron la fórmula: avalancha y evasión. Con el pasar de las horas, se compartieron icónicos memes y saltar el torniquete pasó a ser tendencia. Ningún adolescente quiso perderse la última moda, y una vez sorteada la lánguida resistencia policial, se sentaban apelotona- dos en el borde del andén para boicotear el flujo de la red. Si bien no corrían peligro inminente, su acción buscaba transmitir que estaban dispuestos a perder sus piernas con tal de que el Gobierno echara pie atrás con el alza. Con solo sentarse, unos jóvenes habían logrado detener el normal funcionamiento de la ciudad. La imagen televisiva les permitía cumplir con su objetivo: atraer el poder. Ese vigoroso símbolo expandió la crisis, cual virus, por las líneas del transporte capitalino. Al igual que el corazón bombea sangre hacia el resto del organismo, los secundarios inyectaron rebeldía hacia el conjunto de la ciudadanía. ¿El resultado? Los mayores hicieron suya la causa de los menores y, en vez de condenar su conducta, abrazaron y avivaron la resistencia. ¿Si ellos arriesgan sus piernas, cómo no arriesgar nuestra voz? Este apoyo se cristalizó cuando un profesor de matemáticas sufrió un arranque de ira, y destruyó a golpes y patadas los torniquetes, puertas y validadores de la estación San Joaquín. A su alrededor, una catarata de aplausos celebraba su acción. Él levantaba las palmas como si fuera un deportista que había ganado una medalla olímpica. La transmisión televisiva repitió continuamente la secuencia, como si fuera un triunfo popular. El silencio de los periodistas, los errores no forzados de los ministros y el apoyo que dieron algunos líderes de izquierda a la evasión sirvieron para validar estos delitos como forma de protesta. Destruir la ciudad pasó a ser un acto de desobediencia civil, no de vandalismo, con lo que se dio inicio al interregno.
Llegó el 18 de octubre y, con él, el inicio del estallido. Esa jornada se produjeron los peores enfrentamientos hasta entonces vistos entre manifestantes y Carabineros. Recuerdo el escalofrío que recorrió mi columna cuando vi por televisión que los estudiantes arrojaban un plasma a la línea del metro, haciéndolo estallar como fuego artificial. "Nos fuimos a la cresta", le dije a Juan José Bruna, jefe de prensa de Piñera, quien permanecía con la boca abierta mientras en la pantalla repetían una y otra vez la escena. Hechos de esta naturaleza se replicaron en diferentes puntos de la red, provocando que la administración del Metro decidiera cerrar anticipadamente los servicios. Esta decisión permitió resguardar momentáneamente la infraestructura, pero trajo otra clase de costo: ese día viernes muchas personas se quedaron sin movilización, viéndose forzadas a caminar furibundas desde sus puestos de trabajo hasta sus hogares, creándose así, "sin querer queriendo", una nueva camada de protestantes en las calles. Ya era de noche cuando, en medio de la batahola, el presidente nos avisó que saldría un par de horas fuera de palacio.
-Está de cumpleaños mi nieto. Le prometí ir a verlo.
-¿Está seguro, presidente? -preguntó compungido Bruna.
-No serán más de dos horas -contestó poniéndose la chaqueta.
A pesar de que el presidente no parecía estar abierto a su- gerencias, cada uno de los presentes se tomó la libertad de dar su opinión. Cuando llegó mi turno, dije, cometiendo un error:
-Dejen que vaya y vuelva. Le hará bien despejar la cabeza.
Casi no ha dormido en los últimos días.
Dimos por sentado que el cumpleaños se celebraba en un domicilio privado y no en un lugar público, como terminó ocurriendo. Pero en política dar las cosas por sentado es un error inexcusable. Cuando comenzaron a llegar posts de usuarios subiendo imágenes del presidente mordiendo un trozo de pizza en un restaurante del barrio alto, los comentarios incendiarios no tardaron en multiplicarse. Casi nos fuimos de espalda y, tras regar un río de lamentos en el chat grupal, surgió la pregunta ineludible: ¿Quién llama al jefe para decirle que abandone el cumpleaños de su nieto? Finalmente, Gonzalo Blumel -en ese entonces ministro Segpres- se ofreció para tan desagradable tarea. Mientras el mandatario se dirigía de regreso al Palacio de La Moneda, el hashtag "El Pizzas" ya se había posicionado en primer lugar. Se crearon memes a la velocidad de la luz y la máxima autoridad del país quedó reducida a una caricatura, dando paso a un fulminante vaciamiento de poder mediático. Su palabra perdió peso específico y las medidas paliativas dejaron de surtir efecto. Por lo mismo, poco importó y nadie recuerda cuando el presidente anunció que se anulaba la polémica alza. La bola de fuego ya había comenzado a rodar por la Alameda, prendiendo las pasiones de los jóvenes y las frustraciones de los adultos. La violencia se desplegó por las calles y por cada civil que sufría la respuesta de Carabineros, se reducía el poder del Gobierno y aumentaba el de la revuelta.
A partir de ahí, en la oficina que compartía con Rendic se hizo costumbre escuchar de fondo a la muchedumbre gritarnos: "¡Asesinos, asesinos!". Dependía de la jornada, pero siempre había un gentío apelotonado en la Alameda intentando doblegar la resistencia de Carabineros. Se escuchaban detonar proyectiles hechizos y en un par de ocasiones algunos disparos. La tensión se respiraba en el aire y nosotros no éramos ajenos a ello. Par- tiendo por Rendic, quien alejó su escritorio de la ventana para no quedar a tiro de cañón. O como Miguel Zlosilo, analista del área de estudios, quien tenía diseñado un minucioso plan para escapar en caso de que la primera línea asaltara el palacio. Fiel a su profesionalismo, hizo un Power Point que compartió de "manera confidencial" y que incluía planos con rutas alternativas de salida y tiempos estimados de desplazamiento.
Estas reacciones pueden sonar disparatadas, y en algún grado lo son, pero se sostenían a partir de hechos concretos. No fueron pocos los dirigentes de facciones radicalizadas quienes, apelando a una versión distorsionada de la democracia directa, hicieron llamados públicos para tomarse a la fuerza La Moneda".
"Tiempos mejores"
Jorge Selume
Planeta
224 páginas
$17.900