El gran engaño
Los años me han enseñado a no esperar muchas cosas de los políticos y políticas. Pero hay algunas cosas que, aún sin esperarlas con demasiada esperanza, las exijo. Creo que es lo mínimo que un ciudadano debe demandar de quienes tienen la obligación de ser el enlace entre la ciudadanía y el Estado; de quienes son los agentes activos entre el pueblo que es el soberano y la administración del poder.
Aquello que exijo es algo tan simple como la conciliación definitiva de la palabra y los hechos, de la creencia y la conducta; de las apariencias -esas que se nos muestran en público- y la verdadera esencia, esto es de aquella que los políticos muestran cuando creen que nadie los ve, que nadie los oye.
El episodio que involucró a la ex alcaldesa de Santiago, Irací Hassler, y a la ahora ex presidenta de la Cámara de Diputados, Karol Cariola, se inscribe en el marco de ese tipo de exigencias. Y, debo decirlo, me vi nuevamente defraudado. Y no sólo yo, sino que probablemente la mayoría de las chilenas y chilenos.
Más allá de que la divulgación del diálogo privado entre ellas pueda constituir o no una vulneración a su intimidad -que es el último reducto de la libertad individual, aquel que uno esperaría que no sea nunca invadido- el hecho es que, lo que ese diálogo puso en evidencia, fue mucho más que la procacidad y vulgaridad de dos personas que pensábamos correctas y bien educadas, sino que también mostró el penoso y endeble tinglado sobre el que se ha construido la coalición política que hoy nos gobierna.
La desafortunada circunstancia por la que nos enteramos de ello -esa invasión indebida de su intimidad- no hace menos grave aquello de lo que nos enteramos. Es más: es probable que, de no haber mediado esa dolosa circunstancia, habríamos seguido en la creencia de que tanto la ex alcaldesa como la presidenta de la Cámara de Diputados eran personas de una sola faz; que eran aquello que decían ser y que creían verdaderamente en aquello que decían creer. Las ayudaba, desde luego, su condición de comunistas. Porque, quizás por efecto de una mitología aceptada muchas veces sin darnos cuenta de que lo hacemos, muchos de nosotros hemos llegado a creer que los militantes comunistas tienen un matiz que los diferencia de los demás; que su fe, rayana en el fanatismo en muchos casos, los hace inmunes a las hipocresías y a las simulaciones. Que eran capaces del sacrificio personal y del de otros por la idea que los mueve; que la condición de camaradas, entre ellos, estaba por encima de la amistad o de la enemistad.
Ahora sabemos que nada de eso era cierto. Que dos mujeres comunistas -y no dos mujeres comunistas cualesquiera: dos importantísimas dirigentes comunistas- eran tan esclavas de sus pasiones como la que más. Que podían proclamar hacia el país las bondades del Gobierno en que participan activamente, pero al mismo tiempo pensar que es "lo peor que podía haberles pasado" (supongo que, a ellas, pero, por qué no, también al país). Que podían rodear en un acto público al Presidente de la República, su líder natural, y cantar loas acerca de sus capacidades, pero en privado afirmar -y creer- lo peor acerca de él, como reafirmar que el Presidente es lo peor como ser humano. Que podían fotografiarse puño en alto y abrazadas con una camarada con la que además de compartir el color del lápiz labial y la montura de los anteojos decían compartir un compromiso generacional y una genuina vocación renovadora de su partido, pero en privado calificarla con epítetos que se esperaría que guardaran para sus más enconados enemigos.
Eso en relación a la calidad humana de esas personas, pero sin duda mucho más grave es constatar, en sus palabras, que hemos sido víctimas de un gigantesco engaño político. Que quienes eran seguidores del Gobierno y creían que efectivamente éste representaba no sólo un cuerpo de ideas y propósitos, una visión de país sostenida por un conjunto de organizaciones políticas sólidamente unidas detrás de un ideal común, no eran más que una agrupación oportunista que se reunió para disfrutar de las mieles del erario fiscal y no mucho más. Pero también quienes nos identificábamos como opositores al Gobierno porque creíamos enfrentar un proyecto de sociedad que rechazábamos, pero cuya entidad no podíamos dejar de percibir y respetar, nos dimos cuenta de que habíamos vivido en el engaño. Que nuestros poderosos adversarios no tenían ideales ni unión entre ellos, que no eran más que un grupo reunido por el azar para disfrutar del momento y que podían traicionarse e incluso destruirse entre ellos sin que les temblara la mano. Que hasta ahora aquellos a los que respetábamos como adversarios no merecían ni siquiera nuestra indiferencia.
Los años recientes estuvieron llenos de señales que pudimos haber advertido y quizás lo hicimos, pero nada ha sido equivalente a esta verdadera confesión de parte que nos regalaron Irací y Karol. Ni los procedimientos que rápidamente se inventaron para esquilmar al Estado mediante fundaciones y corporaciones surgidas como callampas, ni la ocupación de cargos públicos por personas sin ninguna capacidad para ello, ni las impúdicas disputas por cupos o espacios dentro la planta estatal, nos había preparado para ello.
Ahora sabemos y nuestra democracia durante los últimos años. Y ahora que lo sabemos, podemos constatar brutalmente, que los conceptos de lealtad y fraternidad sólo son consignas y palabras huecas. En definitiva, todo fue un gran engaño.